Es cierto que mi madre no era un manojo de virtudes, pero, aun así, yo la recuerdo por su forma de ver el universo. Ella era diferente a las otras madres, no era católica y era más bien del tipo científico, de hecho, tenía un título en ingeniería bioquímica y un trabajo estable en el laboratorio de la ciudad de Boston. Cuando era pequeño, ella no me prestaba mucha atención ya que siempre estaba concentrada en su trabajo, pero siempre a la hora de dormir, llegaba de trabajar y me contaba historias inventadas por ella, que trataban del espacio exterior, los planetas, las estrellas, la vida extraterrestre. Siempre me decía que no estábamos solos en el universo, que quizá alguien allá arriba nos estaba observando con su telescopio sin que nos diéramos cuenta, que algún día, tal vez, yo podría ver otra cara diferente de la vida cuando “ellos” bajaran y nos visitaran por primera vez.
Un día, exactamente un 28 de agosto de 2018, cuando yo tenía 19 años, mientras me encontraba estudiando los descubrimientos que había hecho el robot Curiosity en la superficie marciana, me llegó un mensaje a mi teléfono móvil que decía que fuera al hospital rápidamente. Mi madre había sufrido un accidente en el laboratorio mientras venía a casa.
Al llegar al hospital me encontré con mis seis medio hermanos, que había tenido mi madre en un matrimonio pasado con un hombre que murió de cáncer (así como murió también mi padre, pero de una infección en los ojos). Todos iban vestidos muy semejantes, tenían abrigos de cuero, pantalones de lana gris y por alguna razón poseían cuatro ojos los seis, excepto Alceo, que decidió comprar lentes de contacto el año anterior a ese. Ellos me llevaban de edad unos diez años, eran personas mayores. De hecho, ninguno de ellos –excepto Alceo– tenía un celular guardado en el bolsillo, apenas si sabían que era una red social.
– ¿Cómo está mi madre? ¿Qué fue lo que pasó en el Laboratorio? – Le pregunté a mi hermano Alceo mientras los otros la rodeaban y rezaban por su salud.
– No va a sobrevivir – Me respondió. Si mucho le quedan dos días y medio. Ella estaba operando en la sección de químicos cuando un recipiente de cristal, que tenía guardado un fuerte ácido, le cayó en la cabeza.
– ¿Qué? ¡Pero si no tiene ningún signo de quemadura por ácido!
– El recipiente no se rompió, pero le causó un trauma craneoencefálico.
– No puede ser…
Y así como dijo Alceo, a los dos días y medio mi madre murió. Aunque nunca fue muy cercana a mí, siempre la recordaré por las historias espaciales que me contaba y también por su piel blanca, cabello claro como la luz de la luna y los ojos negros que le heredé. Siempre que me miro al espejo, puedo verla mientras recuerdo como se sentaba en el borde de mi cama a contarme sus cuentos. Gracias a su influencia, me centré en los estudios astronómicos y empecé mi carrera en la NASA.
A mis 25 años, dejé los Estados Unidos y me dirigí a Argentina para calcular y estudiar con otros ingenieros, la forma o la ecuación para igualar, e incluso superar, la velocidad Luz. Estando allí, le dedique todo mi tiempo al estudio de la luz. Configuré, calculé, secuencié una y otra vez la forma de superar la velocidad de la luz y así darle a nuestra especie la capacidad de viajar a otros mundos, así como lo decía mi madre en sus historias. Pasé dos mil quinientos treinta y siete días casi sin dormir ni comer, con el objetivo de hallar la fórmula interestelar que me volvía loco a cada milisegundo que pasaba.
Por fin lo había logrado. Le di a la humanidad la capacidad de viajar a una velocidad incalculable, superando a la luz o a cualquier otra cosa que fuera más rápida. Mis solos números se convirtieron en lo más veloz conocido en el universo. Y entonces, comenzó la construcción de la nave interestelar Andrómeda, la cual iba a tardar otros 6 años en construirse y modificarse. Todo esto con el fin de poder llevar al Hombre a otros mundos fuera de la galaxia.
Con 37 años me metí en la nave y junto a otros especialistas, comenzó la expedición Alceo-05. La misión se nombró en honor a mi hermano fallecido dos años atrás en ese entonces. Estábamos en la cabina, iniciamos los procesos de quema de combustible, hicimos las modificaciones en el panel frontal del puente, dimos luz verde a la torre de control para encender la nave y esperamos a que nos respondieran.
–Luz verde, Andrómeda. Puede despegar – Nos dijo por radio la voz del comandante en la torre de control, la cual estaba en el desierto de San juan, en Argentina. Nosotros estábamos en el mismo desierto, pero a unos 2.5 kilómetros más alejados. Sin embargo, aún podíamos verla de lo alta que era. La tecnología en ese entonces había avanzado hasta tal punto que se podían ver las estelas de luces de neón saliendo de las ciudades adyacentes en la localidad.
Encendimos la nave y nos preparamos para zarpar de nuestra hermosa Tierra. Los motores se encendieron y la nave empezó a alzarse como un cachalote saliendo a la superficie del mar. Toda la nave empezó a vibrar gracias a la fuerza que tenía, las ventanas crujían y los paneles táctiles vibraban como si estuviéramos en mitad de un terremoto.
Al estar en la atmosfera, me detuve un momento para ver la Luna a través del cristal. Encendí los propulsores principales y agregué mi ecuación a la configuración de velocidad. Los 7 tripulantes que íbamos teníamos que presionar un botón para que funcionara. Así que les ordené que lo presionaran.
– ¿Preparados? tres, dos, uno… ¡inicien!
Toda la nave se estremeció en un segundo. Vimos estelas por las ventanas, los controles se volvieron locos y los números en la pantalla se dispararon infinitamente. Estábamos viajando a una velocidad impensable para cualquier ser humano. Nadie creyó en nosotros pero lo estábamos logrando. Todo se detuvo en un instante. Por fuera de la nave, se pudo divisar un planeta azul con siete lunas a su alrededor. Nos encontrábamos en la galaxia de Andrómeda. Todos en el puente sonrieron y se desabrocharon el cinturón para acercarse a la ventana y admirar la estrella que iluminaba todo el sistema de mundos al que habíamos llegado. Yo me quedé sentado un momento, me quité el casco, los lentes, limpié el sudor en mi frente con la manga del traje espacial y pensé:
“Ahora lo estás viendo, mamá. Sé que lo estás viendo. Lo logramos.”
-Cristian Martínez Barrera
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