El astronauta, Ethan, flotaba en el espacio junto a la estela que producía la luna a través del espejo del sol. En ese momento, el joven se sentía relajadísimo, tanto así, que nuestro protagonista parecía tomando el sol acostado en la arena de la playa; sin embargo la dicha no le duraría mucho debido a los acontecimientos que iban a celebrarse en aquel vacío oscuro, muy poco iluminado, en el que se encontraba.
–Wow ¿Qué es este lugar?– Se preguntaba Ethan a sí, mirando a la nada y a la pequeña luz que le punzaba los ojos.
–Estás en el espacio, hijo mío– Dijo la voz de una mujer, que parecía que timbraba desde la luz.
–¿Quién eres?
–Soy tú.
–¿Cómo que soy tú? Yo no tengo voz de niña. Además… ni tienes cuerpo. ¿Cómo puedes hablar?
–Porque soy nada, amigo mío, yo solo estoy aquí para guiarte.
–Está bien, ¡pues voy hacia ti!
Ethan se envolvió en una travesía para llegar a la pequeña luz que resaltaba del sol. Nadó por la penumbra durante 60 años, mientras veía el oscuro universo alrededor de él. A veces se perdía, sin embargo, él siempre se enfocaba nuevamente en la luz, la luz que le punzaba los ojos durante toda su travesía. Los lapsos de brazadas se hacían más largos y cansados, y su cuerpo se debilitaba. Entre más el joven se acercaba, más la luz se alejaba de él. Ethan, extrañándose de esta estresante y espaciosa situación, decidió entrar en un sosiego efímero para retomar fuerzas perdidas y preguntó:
–¿Hola?, ¿estás ahí? Por alguna razón nunca llego a dónde estás.
–Yo estoy en todo lugar, hijo mío. En ninguna parte.
–Eso no tiene mucho sentido…
–Lo tendrá cuando te des cuenta.
–¿Cuenta?, ¿de qué?
–Ya verás.
Entonces, Ethan, entusiasmado por darse cuenta, se sumergió otra vez en el lago negro, y buceó por las fauces inundadas de oscuridad para llegar a la pequeña luz titilante que le punzaba tanto los ojos. El joven usó todas sus fuerzas para nadar lo más rápido posible, puesto que pensó: “Si nado más rápido que el foquito, probablemente él se alejé más lento y así podré alcanzarlo. Además, podré ver lo que tenga que ver, y me daré cuenta de lo que me tenga que dar cuenta”.
Y el pobre tenía razón. Solamente que la luz no se estaba alejando: este foco era un farito que tenía atado a la cabeza, y que, en consecuencia, la luz estaba viajando con él todo este tiempo. Por eso no se hacía más y más grande esta luz que tanto anhelaba. Al nadar tan rápido, el foco terminó por chocar contra su cabeza gracias a la diferencia de velocidad que se iba produciendo en los cuerpos. En ese instante, el bombillito se reventó y toda la oscuridad que había se convirtió en una luz cegadora que casi no lo dejaba ver, y la oscuridad en la que se encontraba, se convirtió en nieve. Entonces él, patidifuso por lo que estaba pasando, aunque ignorándolo un poco, empezó a caminar descalzo por la fría nieve que le quemaba los pies.
En esa llanura blanca reflejante, se postraba firmemente un espejo oval plateado en la mitad del todo. Ethan, sintiendo una grande curiosidad, se fue acercando al espejo poco a poco. Mientras caminaba la voz le ha vuelto a hablar.
–¿Ya te has dado cuenta?
–No, todavía no. Todavía no he visto.
Cuando ya Ethan se estaba acercando, miró sus manos por mera curiosidad, y sintió el olor a hierro que expelía la sangre hemorrágica de sus dedos. Aunque anonadado, nuevamente, volvió a ignorar esta hemorragia y siguió su camino hacia el espejo. Por fin llegó.
–Esto no refleja nada.
Y procedió a limpiar el empañado gélido del espejo para poder verse a sí mismo. El usó la sangre de sus dedos para limpiar el espejo. Cuando por fin estaba limpio, lo único que se vio en él fue la llanura, la tormenta de nieve cayendo en aquel campo y su silueta oscura: sin rostro, sin expresión, sin boca, sin ojos, sin orejas, sin nada.
Ethan, ahora sí asustado, rugió como un león cuando vio que era solo una sombra. Paró de gritar, y se preguntó “¿Por qué puedo gritar si no tengo boca?” entonces el espejo se rompió. Justo después de la cuestión hecha por el joven, y mirándose en el espejo roto, todo se volvió oscuro de nuevo. Todo se volvió oscuro de nuevo, solo que esta vez no había una luz que lo guiase por la oscuridad infinita en la que se encontraba. Entonces escuchó.
–Ethan… ¡Señor Ethan! ¡Despiértese! Es hora de su medicina. –La voz de la misma mujer le volvió a retumbar los oídos. ¿Ya se dio cuenta de qué hora es?
–Sí, sí. ¡Ya estoy despierto! Cálmate, mujer.
–Yo sé que yo lo jodo mucho, pero es por su bien. Ahora, tómese las pastillas
–Ay, mija… si las pastillas quitaran la ceguera, le juro también, tendría 20 años otra vez.
Autor: Cristian Martínez Barrera.
Imagen por: Cristian Martínez Barrera
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