Este grito me hace trizas la voz. El eco de las últimas palabras, las últimas sombras vistas, lo único que toqué con afección sin necesitar consuelo. Grito y no pasa nada y sé que no pasará. Qué nombre tiene esta manía de aferrarme a la esperanza cuando sé lo agotadas que están mis cuerdas vocales por crearles sonidos de palabras al silencio para llenarlo en la inutilidad de una conversación, ¿a alguien le llega toda esta lluvia? A nadie, salvo a mí.
Me deshojo, los tallos se parten, estoy sublimemente tirada en el suelo esperando ser pisoteada. Deshecha de mi propia carne quiero abandonarme y ser solo recuerdo ¡No! El recuerdo es la permanencia, y yo grito para dejar de ser.
¡Qué interminable caída!
Guardando ilusiones que sabía no llegarían a mí, con este dolor inagotable. Grito al infierno, al mundo, a ese espacio que queda entre el colchón y yo, a los confines de la tierra, al perro que se moja en la cera, a ese punto donde se unen el cuerpo y el alma. Grito a todos los kilómetros que me separan de un abrazo tuyo, a las flores que no están marchitas, a los cielos claroscuros que le dan la bienvenida a la noche, y a esa máquina, esté donde esté.
A esa máquina que está creando estas vidas. Que por favor, ¡por favor!, paré o se revise o qué sé yo. ¡Querida máquina de ventanas a vapor estás muy descompuesta para seguirme creando escenarios!, al menos dame uno de tranquilidad… ni siquiera pido felicidad, me vale la calma más profunda que los instantes de alegría.
Laura Yazmin Posada Gómez
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