Ese 20 de enero de 2017 fue la primera vez que la vi después de una década. Sus ojos estaban hundidos en el mar, su cabello era resplandeciente como un sol, su tez era tan clara como Europa y en esta había toda una población de satélites naranjas. Me habló después de tanto tiempo con esa voz meliflua y resonante. En ese momento no escuché lo que dijo, puesto que me encontraba absorto en su pecho llanero, mientras viajaba con los ojos a los montes de sus delgadas piernas.
— ¿Cómo estás? — Me dijo suavemente al oído y luego dio un paso atrás. Yo aún no podía creer que la estaba viendo al fin. Creí que vendría en primavera, pero no era así. De hecho, nos estábamos congelando afuera del centro comercial; Nos encontrábamos a mitad de invierno. El hielo cubría los lagos, los arboles estaban espolvoreados de blanca azúcar, las fogatas ardían con libertad; la gente pasaba (la mayor parte del tiempo) encerrada en su casa disfrutando las vacaciones, me imagino yo, viendo películas en Netflix y quitando las guirnaldas luminosas que habían puesto para decorar sus casas.
—Ha pasado mucho tiempo, Melissa — Le dije con la voz entre cortada por mi quijada vibrante. La verdad, yo era un hombre bastante tímido en ese entonces: Me sudaban las manos cada vez que salía a hablar en público, y desconfiaba de todas las personas aunque las conociera de años. Aun así, con ella sentía confianza y calor, calor intenso que parecía que el hielo que había a nuestro alrededor se iba a derretir de tan alta temperatura. Luego de hablar un rato, pedí un taxi y nos fuimos a un bar que había al otro lado de la ciudad. Al llegar, me quité los guantes y Melissa se quedó mirando mis manos vampíricas durante un rato. En cuanto me retiré el gorro, mis negros cabellos escaparon fuera de su moño y ella quedó asombrada al ver cuán larga tenía mi melena.
Nos sentamos en una mesa, cuando un hombre de grandes zancas, flaco como un avestruz, parado como si cargara el mismísimo arco del triunfo, y con una nariz perforante se nos acercó— ¿Qué desean pedir? —nos preguntó con una voz ronca. — Dos Whiskeys — Respondió ella. Era la misma mujer atrevida y decidida de hace 10 años, Era todo lo contrario a mí: No tenía miedo a nada, ni a la noche, ni a los ladrones, ni a los asesinos, ni a la oscuridad, ni a las alturas, ni al amor. Ella siempre posee una mirada punzante que te atraviesa 3 veces antes de dejarla de mirar. Melissa discutía si algo no era justo, valiente y temeraria como ninguna otra alma presente en el planeta. Ese era uno de los pocos bares dónde todavía se oía rock, acústica, salsa u otro género que tuviera alguna buena melodía, ya que casi todos los lugares en los que uno quería tomar licor tranquilamente, se escuchaba reggaetón, electrónica o el famoso “dubstep”. El mundo era un lugar horrible, en ese entonces, para mis gustos clásicos. La gente se vestía con zapatos coloridos diseñados por Wiz Khalifa, todos usaban la misma marca de camisetas (Supreme), las personas se tatuaban cosas absurdas hasta la cara y estaban los famosos “challenge” de internet, que ponían a girar la tierra por una o dos semanas hasta que aparecía uno nuevo.
—Sé que ya hablamos de esto por mensajes pero… ¿Por qué regresaste en verdad? Y quiero que seas sincera— Le pregunté mientras hablábamos de su estadía en américa del sur. — Lo del trabajo, en parte, es verdad; pero siéndote sincera, vine porque te extrañaba. Todos estos años he pensado en ti cada noche. Todavía recuerdo cómo me hablabas al oído en aquellas noches que pasábamos después de la universidad. Vine a recordar ese sentimiento de juventud y de apego, apego que siento aún por tus ojos color café. —Dijo fijando la mirada en mis cuencas. Quedé anonadado ante la respuesta de la bella. Melissa aún sentía lo que yo anhelaba volver a vivir.
Después de hablar de la vida, que había pasado en esos diez años —diez largos años— en el bar, y a posteriori de tomar mucho whiskey, salimos del establecimiento y ordenamos un taxi. Fuimos a mi apartamento que estaba en el décimo sexto piso de un edificio de treinta pisos. Yo siempre lo mantuve limpio. Era muy amplio, con tres habitaciones, dos baños, una sala de estar (donde tenía mi televisor, mi consola y mis videojuegos) y una maravillosa vista al mar mediterráneo, aunque en ese momento no se podía contemplar gracias a la constante tormenta de nieve. También tenía computadoras en cada habitación y sala, debido a que, en ese entonces, me dedicaba al diseñado 3D.
Melissa, con su cara pálida y sus ojos saltantes como las olas chocando contra las rocas debido al alcohol, me besó justo cuando cerré la puerta. Fuimos a la habitación central donde estaba mi cama y le quité el collar, un collar que tenía una piedra de lapislázuli incrustada, con tejidos de plata gruesos y con un arco perfecto que solo le quedaría a una mujer con perfecto cuello. También poseía pinceladas doradas en su alrededor e interior. Estaba hecho a la medida para Melissa. Se sentó en la cama y empezó a desabrocharme el cinturón que aprisionaba a la bestia hambrienta de sentirla. Me besó la cintura y se puso de pie. Giró 180 grados. Le quité la camisa elegante que traía mientras besaba su nuca. Puse mis manos dentro de su prisión llamada cuerpo, y ella hizo lo mismo con la mía. Pasamos la noche encadenados uno al otro, desnudos solo ante Dios. El gemido de Melissa se atragantó del silencio aguardado durante una década. La única palabra que nos dijimos en toda la noche fue un “te amo” a las tres y treinta y cinco de la madrugada.
A la mañana siguiente, con una resaca que solo el diablo soportaría, vi la espalda vacía de una cama, y en ella una nota. La abrí y decía: “Gracias Antoine, extrañaba los días en que nos mirábamos sin que nos importara nada más. Tomaré el tren que va hacia Florencia esta tarde, te veo en la cafetería de la estación a las 12. Sí, donde Santiago. Te hubiera escrito al teléfono, pero no quería despertarte.” Me vestí y fui a la estación a las 12. Desayuné junto a ella como si fuera el último día que nos viéramos. A las tres de la tarde la acompañé al metro que partía hacia Italia. Le di un beso en la frente, y me despedí una vez más. — Adiós, Melissa.
-Cristian Martínez Barrera
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