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Foto del escritorArnno

OSCURO

Un sábado en la tarde, el primero de diciembre de 2006, Leandro se encontraba en su casa cuando recibió un mensaje de su hermana, Angelina. Él era un tipo alto, robusto, con un poco de barba y tatuajes en los brazos. Se levantó de su escritorio y se puso el cinturón del pantalón, cogió las llaves y salió de su casa la cual estaba a la orilla del lago Estrellado.

Leandro se encontró con Angelina en el puerto que quedaba a unas cuantas millas de la casa de ella.

— Hola Leandro, que gusto verte por acá otra vez

— Angelina, siempre tan radiante y amable ¿Qué acaso no te cansas de serlo? Algún día quizá no tengas que ser amable – Expresó una sonrisa mientras le hablaba a ella.

Angelina era una mujer morena, con ojos esmeralda y era un poco más alta que Leandro. Cuando él la abrazó para terminar de saludarla, se le quedó enganchado el botón de la chaqueta en los hilos negros que tenía Angelina en la cabeza. Ella gritó un poco. — ¡Joder! ¡Lo lamento mucho Angie! — Dijo él exaltado por la situación.

El robusto sueco y la brillante esmeralda, se acercaron a la orilla del puerto para desenredar la cuerda que mantenía el bote de Leandro atracado. Se subieron y embarcaron su integridad hacia un destino incomprendido que los esperaba. Estaban navegando por esas agua frías y sin vida del atlántico. Él manejaba el bote mientras Angelina estaba en la popa mirando hacia la nada y pensando en todo.

Mientras estaban en el barco, la neblina se espesó y la mujer empezó a asustarse. — ¿Qué pasa?

—Tranquila, solo es niebla

— Esto no me gusta nada. Leandro, volvamos.

Un golpe, aparentemente de una roca (o eso se creía), golpeó la nave en un costado y Angelina calló al mar. Leandro, asustado y preocupado, soltó el timón, salió de la cabina y saltó al mar para salvarla del frío incesante del océano. Nadó y nadó, combatiendo contra la hipotermia asesina que entraba por sus poros cada vez que daba una brazada. La barba se le congeló, los cabellos de la espalda eran escarcha, y su piel estaba tan blanca como la nieve del cementerio Everest.

Al no verla en ningún lado, Leandro decidió sumergirse en el agua a ver si podía encontrarla. Parecía que los ojos se le estuvieran congelando más y más con cada metro que bajaba. Lo único que se veía en aquella turbia eran los tenues rayos del sol que sobresalían en la oscuridad del abismo marítimo. Al llegar al fondo, encontró a Angelina y la agarró de su mano. Volvió hasta arriba tratando de alcanzar la cumbre del filoso océano, y subió de vuelta al barco. La puso boca arriba en la cubierta, pero notó que algo había cambiado. Estaba pálida y tenía el cabello blanco por la escarcha. Sin embargo, sus ojos aún tenían el color verdoso del césped en primavera. Leandro puso sus manos en el pecho de Angelina, y empezó a hacer presión para sacarle el agua de los pulmones. Sin éxito, el Hombre empezó a llorar porque la había perdido, porque había muerto su más querida hermana.

Estuvo toda la tarde en el barco, aguantando el frío caluroso junto al cuerpo de su sangre, en posición fetal, como un niño pequeño escondido de la oscuridad o de los monstruos que habitan en su armario.

De vuelta en la noche, fue a la policía y entregó el cuerpo de su hermana muerta para que la enterraran debidamente. Tres días después volvió a la funeraria a preparar el entierro de la esmeralda.

“Todo es mi culpa, si no la hubiera llevado… ¡Maldita sea!” Pensó él con un cigarrillo en la mano mientras se encontraba en su casa. Leandro tiró el cigarrillo al suelo y le dio un pisotón tan fuerte que hizo estremecer toda la sala.

Al siguiente día fue al funeral de Angelina. Los familiares de ella vinieron desde la india para enterrar el cuerpo de su hija, debidamente con sus tradiciones; sin embargo, esto no fue así, ya que ella se había transformado al catolicismo y entonces se le hizo un funeral católico. En el entierro, Leandro estaba parado en una esquina con una sombrilla para taparse del sol que estaba haciendo ese día. El sacerdote habló y habló pero él no escuchaba nada de lo que decía. Estaba absorto en la tristeza, en la culpa, en la agonía que lo carcomía por haber matado a Angelina. Quería hundirse en whiskey y fumar para pasar las penas esa noche, incluso pensó en no ir al funeral. Eran eso de las 3 de la tarde cuando ya todos los familiares habían pasado a dar sus palabras de pésame a la pobre blanca y fría que se encontraba escondida en el cajón cubierto por flores verdosas.

Leandro se montó en el micrófono para decir algunas palabras. Pero no pudo. Al estar parado ahí, con toda la sangre de Angelina juzgándole y recordándole lo que había hecho, él se echó a llorar como un cachalote recién nacido. Las miradas punzantes de la gente se le subían hasta los hombros, recordándole cada rasgo de Angelina, cada pequeña arruga, cada cicatriz, cada peca, cada lunar de ella.

Corrió del cementerio Everest hacia su casa, y se lanzó al lago Estrellado. Se imbuyó en el agua para hundirse con sus penas, con sus culpas, con sus pecados. Estando desolado, ya casi sin ningún registro de oxígeno en sus pulmones, escuchó la voz de Angelina, la meliflua voz de Angelina que le llamaba para que volviera con ella.

– Vamos a navegar como lo hacíamos, Leandro– Dijo la voz tenue de una mujer.

– Vamos, hermana.


-Cristian Martínez Barrera


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