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ROSTROS AHUMADOS

En las bancas del parque, fumando él. Encogido como un gato muerto del frío, exhalaba y miraba al cielo con fervor y honda desesperación, bajaba la mirada y aspiraba la suciedad de las avenidas llenas de orines, carente de soledad bajo el cielo a punto de llover. Los dedos comidos en mugre y los zapatos llenos de una inmaculada calma se mecían en la inmovilidad de su cuerpo sin contornos y carne, de aspecto pueril y puritano sin siquiera tener antecedes de haber matado una mosca. Sus ojos caídos como la vida, adormilados y fastidiados por la luz, sostenían unas gafas oscuras y de antaño y dañadas. Una extraña protuberancia en forma de pepino invertido, y con dos pequeños puntos, como filtros anti-alegría, respiraba. Los pómulos afiliados como la desesperanza, cortaban al viento, y de su boca entre humo salían rostros ocultos de desarmonía, de color vino-tinto y labios partidos. Vestía acorde con sus penas los pantalones de dril, sin planchar. Y una camisa desteñida con los últimos resquicios de color al parecer rojo y le colgaba de su cuello que parecía una piscina olímpica. De la nada emerge una música de estruendo y contesta el celular en un brinco. No habla. Cuelga con saudade de viejo en lecho de muerte, y saca otro cigarrillo en el mismo modo. Lo prende con fuerza de incendio y por vez primera mira su entorno extrañado tan gris y amarillo como la vida misma, tan indiferente la gente con su ser sentado allí, los árboles en cada banca y de repente sale dentro del humo la cara de un rostro sin aire. Y comienza a llover, pero nadie corre despavorido, ni saca el paraguas, pues solo las goteras se deslizan en torrencial sobre sus cachetes, le llueve desde la nube al lagrimal y no vuelve a sonar el teléfono. Se toca el pecho sin rosar el cuchillo intangible, tiene precaución de su herida y respira hasta el poso de su alma sin fondo.

Pasan los minutos. Nadie llega, se para y alza las manos como queriendo alcanzar el alambrado, toma un poco de agua y se saborea como planta remojada. Vuelve a sentarse como tortuga, observa el celular, de súbito ve también el reloj de la iglesia. Se soba la cara con desahucio y aire al mismo tiempo de colegiala en aula de clases. Con ahínco espera, espera espantado en la máxima contemplación de un pájaro el amanecer, solo que acá llega el amanecer, saca otro cigarrillo y se prepara para el cielo claroscuro, ya sabe que nada ocurrirá, pero él con alma de niño sigue esperando.

Extiende de nuevo sus pies, y comienza a caminar, entre sus manos una moneda, anda desconchado de su cuerpo, camina con la moderación de una aguja cosiendo y entre maromas encuentra una caseta de dulces. De ese miércoles de pueblos, solo se encontraba abierta la caseta y una fila interminable de gentes, como fila de aves en migración, de repente su cabeza llena de piojos evita su malacara de esperar esta vez, se rasca de nuevo la cabeza.

En otrora se podría decir que era un tipo lleno calidez, y seguramente sus pantalones eran de esos tiempos que nunca existieron, tiene el último rastro de alegría dentro de su niñez. Vuelve con la caja de chicles, la manotea como perro a su pelota, pero no la muerde. Se siente en la banca contigua, quizá el azul va mejor con su espera, cruza los pies en gesto pálido, y su mirada se queda suspendida en una muchachita, pero él ya no lúbrico deseo despierta. Vuelve a sonar el aparato arrancando el último resquicio de la señorita antes de trastocar la otra esquina y se queda mirando la pantalla con desazón. No contesta. Coge su bolso y comienza a caminar como gancho en cuerda a la merced del viento, se pierde en la penumbra de la noche, nadie llegó, pero la caja de chicles sigue reposando en la banca azul.

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